REGULACIóN

Una mirada a la reforma sueca sobre contenido sexual digital

Suecia penaliza la compra de sexo digital. El caso argentino expone tensiones entre abolicionismo, despenalización y nuevas formas de explotación.

Por Tatiana Ledesma Flores

En julio de este año entró en vigencia en Suecia una reforma legislativa que extiende el modelo abolicionista al terreno digital: se penalizará con hasta un año de cárcel a quienes compren contenido sexual en vivo a través de plataformas como OnlyFans. La medida no criminaliza a quienes lo producen, sino a los consumidores. 

Esta ampliación de la llamada "Ley de Compra de Sexo", vigente desde 1999, busca adaptarse a nuevas formas de explotación sexual que, aunque mediadas por pantallas, reproducen lógicas de coerción y dominación.

La diputada socialdemócrata Teresa Carvalho, una de las impulsoras de la ley, fue clara: “Se trata de una nueva forma de compra de sexo y era hora de que modernizáramos la ley para incluir también la compra a distancia”. 

El Parlamento sueco entendió que muchas veces estas prácticas digitales esconden presiones económicas y psicológicas, que obligan a las mujeres a realizar actos sexuales en vivo para la satisfacción —y bajo las condiciones— del cliente. La legislación se ampara en la figura del genetismo, una categoría penal sueca que considera estas prácticas como formas de violencia sexual.

Esta decisión legislativa reactivó un viejo y complejo debate que divide aguas en el feminismo y en la política pública: ¿el trabajo sexual debe ser regulado o abolido? ¿Qué lugar debe ocupar el Estado frente a la explotación sexual, especialmente cuando adopta formas modernas como las plataformas digitales?

La experiencia sueca y sus resultados

Desde su implementación en 1999, el modelo sueco mostró resultados estadísticamente notables: en Estocolmo, el trabajo sexual callejero se redujo en un 66% y la cantidad de clientes cayó en un 80%. Además, bajaron los índices de violencia de género y de abuso sexual. 

La ley sueca no persigue a las personas prostituidas, sino que las reconoce como víctimas de violencia estructural. El Estado ofrece acompañamiento, tratamientos para consumos problemáticos y asistencia integral para la reinserción social.

Esta política no busca castigar, sino reparar. El foco está en evitar que la prostitución —digital o física— se convierta en una salida laboral aceptable para quienes viven en condiciones de vulnerabilidad. La mirada sueca es contundente: ningún ser humano debería ser empujado a vender su cuerpo para sobrevivir.

El espejo argentino y la delgada línea del consentimiento

En Argentina, el debate sobre prostitución y trabajo sexual está atravesado por tensiones entre abolicionismo, prohibicionismo y reclamos por derechos laborales. Sonia Sánchez, sobreviviente de explotación sexual y autora del libro Ninguna mujer nace puta, ofrece una mirada cruda y descarnada. Para ella, plataformas como OnlyFans perpetúan un sistema en el que las mujeres se “autoviolan” para el goce de los varones, convertidas en fragmentos de cuerpo alquilado que nadie repara.

Del otro lado del debate, Georgina Orellano, referente de AMMAR y autora de Puta feminista, plantea que el problema no es el trabajo sexual en sí, sino su criminalización. Denuncia que en 16 provincias argentinas el trabajo sexual callejero es penado por códigos contravencionales, mientras el Estado ofrece apenas programas sociales efímeros. Para Orellano, el camino es la despenalización, acompañada por políticas públicas que reconozcan derechos laborales y brinden alternativas reales.

Cuando la ficción digital se vuelve crimen real

Pero las plataformas no siempre implican consentimiento. En abril de este año, la justicia argentina dictó la primera condena por trata con fines de explotación sexual digital. Ricardo Sea, condenado a 25 años de prisión, abusó y explotó sexualmente a tres mujeres entre 2017 y 2020. 

Las obligó a prostituirse en departamentos porteños y, luego, a través de webcams durante la pandemia. Una de las víctimas, que había logrado escapar, se quitó la vida antes de que el acusado fuera detenido. El caso fue acompañado por la Asociación Madres Víctimas de Trata.

Este juicio marca un antes y un después: demuestra que la explotación no desaparece por volverse digital. Que detrás de una cámara también puede haber una red de coacción, soledad, abuso y trauma. Que el anonimato del cliente no lo vuelve menos responsable.

¿Regular o proteger?

El debate no es fácil ni binario. Regular no significa necesariamente proteger, y prohibir tampoco garantiza dignidad. Lo que sí está claro es que el Estado no puede mirar para otro lado. Ni frente al cliente que paga por control y poder, ni frente a la mujer que, muchas veces sin opciones, encuentra en la sexualidad un medio de subsistencia.

La experiencia sueca muestra que es posible criminalizar la demanda sin criminalizar a la víctima, y que esa política puede reducir la trata y la violencia. Pero también es necesario que los Estados garanticen oportunidades reales: empleo, educación, salud, vivienda, autonomía.

Porque si la única opción es la webcam, entonces no estamos hablando de libertad. Estamos hablando de abandono.

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